¿Sabés qué? Hace tiempo que tengo miedo de morirme. No es un
miedo repentino y transitorio, como el miedo a la muerte que te invade cuando
la angustia te desborda y no encuentra salida. Tampoco es el miedo a la muerte
lejana, esa cosa abstracta que a todos nos toca pero que nadie conoce. Es
sentirme finita. Es sentirme demasiado vulnerable. No me siento una persona
sana, tampoco una persona fuerte. No sé si son fantasías mías pero cada dolor
puede convertirse en signo de algo terrible. Tampoco me siento hipocondríaca.
Tengo tan poca imaginación que ni siquiera me alcanza para suponer algo con
nombre y apellido. Sólo miedo, mucho miedo. A
veces pienso que voy a morir joven. Que no tengo resto, ni salud. A
veces, por suerte, pienso que no hay motivos para sentir eso. De todos modos lo
que no se me va es la sensación permanente de amenaza. De que algo feo puede
pasar(me). Por suerte no temo por los afectos, sino creo que los enloquecería y
también enloquecería un poco yo, más de lo que estoy. Me da rabia todo lo que
viví y no aprendí a capitalizar nada de todo eso. Por el contrario, sólo siento
cosas malas y rabia, mucha rabia, mucho enojo , mucha incomprensión, mucho “¿por
qué a mí?”. Y yo que necesito entender todo, todo… qué gil. El año pasado
fantaseábamos con tener otro bebé. Queríamos comenzar una búsqueda que sabemos
no es fácil en nuestro caso, en
diciembre de 2012 o enero de 2013. Fui a consultar a mi obstetra, quería saber
su opinión. Fue sumamente honesto. Lo bueno: dijo que yo no tenía ni un uno por
ciento más de posibilidades de morirme que cualquier embarazada. Lo malo: dijo
que lo mejor era un parto vaginal, pero que si no se desencadenaba pronto (qué
es pronto?), prefería programar una cesárea para poder hacerla bien y con
tiempo, y sobre todo con un equipo ampliado de profesionales (un cirujano
urólogo presente, por supuesto). Hasta habló de ponerme un catéter antes de la
fpp a fin de poder visualizar bien el uréter en caso de tener que hacer la
cesárea. ES que no es un abdomen fácil el mío con 5 cirugías encima. Por ahí
puede andar todo pegoteado y complicado y mejor tomar las precauciones del
caso. Encima tengo la vejiga abierta de punta a punta (y cosida, claro). Eso
puede provocar que esté muy pegoteada al útero y también complicar todo. Con
ese hermoso panorama asumí, en un mar de tristeza, que no estoy en condiciones
de embarcarme en este proyecto, porque no puedo siquiera imaginar volver a
pasar por un quirófano. Tengo la certeza de que si voy al quirófano, me muero.
Que esta vez no me salvo. Por momentos esta misma idea me parece ridícula. Pero
en otros momentos tiene tal fuerza que me asusta. Como sea, sigo tomando los
anticonceptivos y quizás me esté llenando también de la puta endometriosis que
tanto me complicó la búsqueda de un hijo. No todo es malo: Verita es un sol y
me llena la vida de alegría. Pero como sigo pensando que quizás me enferme, o
que quizás muera joven, me gustaría que tenga con quien compartir la vida, y un
hermano es algo maravilloso. Que por ahora no puedo darle. Hace unos días tuve
un sueño: me tenían que operar de la vesícula. Yo me negaba. Me decían “si no
te operás algún día podés hacer un episodio agudo con riesgo de muerte”. Y yo
contestaba: “y si me opero, me muero ahí adentro. Así que no me voy a operar”.
Me desperté con tal angustia que no podía parar de lloriquear. La vida no pinta
fácil en estos días. Otro consuelo es que no me siento del todo bien con mi
marido últimamente. Por ahí tenemos chispas de buenos encuentros pero después
todo parece volver a una rutina demasiado estereotipada. No me gusta ser mujer
ni cumplir con los roles que la sociedad nos reservó, pero tampoco sé cómo
hacer para revertirlo. Pero bueno, eso será motivo de alguna otra reflexión.
Por ahora sólo sé que tengo mucho miedo. De ese miedo que la gente normal no
tiene. Porque nadie piensa en la muerte, y yo a veces la siento caminando a la
par mío.